17 feb 2008

Un mal sueño



Estoy dormida, no, estoy inconsciente. Sí, parece que estoy inconsciente y estoy despertando. Ay, no sé cómo explicarlo, es como si estuviera inconsciente, con los ojos cerrados, pero sin embargo estoy de pie. No tiene mucho sentido. Intento adivinar donde estoy, no puedo abrir los ojos, todavía no. No sé donde estoy, pienso en qué hice ayer y recuerdo que desperté con el sonido del despertador. Juan se levantó para ir a trabajar. Le besé y se marchó. Me acerqué a ver a Ivette, mi niña. Dormía en el moisés. Qué felices somos desde que nació, hace 3 semanas. Recuerdo que la observaba dormir, respirar. Hizo una mueca y apretó un poco los párpados. ¿Qué sueñas mi niña? – pensé. Recuerdo que por un momento pensé que sería bonito poder entrar en su mente, conocer sus pensamientos, ver la vida a través de sus ojos, sentir sus sensaciones y así conocer cómo funciona su pequeño cuerpecito y ver qué pasa por su pequeña cabecita. Sería tan bueno poder recordar esa época de nuestra infancia. Recuerdo que el día de ayer pasó sin más, sin ser diferente en absoluto de otros días. Incluso recuerdo el momento antes de acostarme, con Ivette mamando de mi pecho, recibiendo mis caricias, susurrándole una canción al oído. Es tan precioso verte dormir, amor mío. Se durmió, y muy despacito la dejé en el moisés. Salí de la habitación, recogimos la cocina Juan y yo, comentamos algunos planes para el fin de semana, nada definitivo, y nos fuimos a la cama. Miré de nuevo a Ivette desde la cama, la oía respirar y me tranquilizaba. Buenas noches vida mía. Buenas noches Juan.

Nada me ayuda a esclarecer mi situación. Empiezo a abrir los ojos. Aaarrgghhhh! Me duelen, demasiada luz...penetra en mis ojos, en mi mente, todo es blanco resplandeciente, como si viviera en el sol, pero sin calor, más bien todo lo contrario, siento frío, es como una luz helada, imposible ver nada. Poco a poco baja la intensidad, levanto mis manos y las giro para observarlas. Sigue habiendo mucha luz, pero distingo las formas de mis manos. Muy borroso, lo veo todo borroso. Me toco. Llevo una ropa liviana, quizá sea el camisón. Pero está húmedo, como si hubiera llovido hace poco. Miro al suelo y al frente, veo personas, veo figuras que caminan. Debo estar en medio de la calle. ¿En camisón? Que vergüenza...

Me siento pesada, como clavada al suelo, como drogada. Drogada pero con dolor, me duele todo el cuerpo, todas las articulaciones, la cabeza, como si acabara de recibir una paliza.

Las figuras indescriptibles empiezan a ser más visibles para mi. Ya no me deslumbro al mirar las cosas, me miro de nuevo. Sí, llevo un camisón, como...como de hospital. ¿Acaso me he escapado de un hospital? Ay dios mío, pero qué mal lo estoy pasando...intento caminar, descalza, doy un traspié. Mis piernas no responden como yo quisiera. Izquierda, derecha, izquierda...tengo que pensarlo antes de hacerlo, veo como mi pierna ejecuta la acción torpemente, luego la otra. Estoy andando. Debo dar muy mala impresión porque tengo un equilibrio espantoso. El dolor me impide hacerlo mejor. El mareo estropea mi estabilidad. Me acerco a una pared y me ayudo de ella para seguir avanzando. Aparto una gota que recorre mi frente hasta mi barbilla. Tengo el pelo mojado, separado en infinidad de mechones mojados que gotean y mojan mi ropa más si cabe. La gente camina, hace su vida. Veo cómo unos me observan y como otros ni siquiera reparan en mi. ¡Que angustia! ¿Donde estoy? ¡A-yú-den-me! – las sílabas salen de mis labios pero no parecen llegar a nadie.

¡Socorro!¡Ayúdenme! – sigo tambaleándome agarrada de la pared para no caer.

Veo a una persona pasar cerca de mí, me mira, pero gira la cara y continúa su camino.

- ¡Oiga, oiga! ¡Ayúdeme!! – le suplico haciendo valer las pocas fuerzas que tengo. Se gira, se acerca a mí extrañado.

- Go Nan Tu Sai, Mon Sei Ti Hana. Man Sei Non Tei – me dice con cara triste.

- ¡No te entiendo! Oh, Dios, no te entiendo – empiezo a llorar. ¿Donde estoy?¿Donde está mi niña?¿Y Juan? ¡¡¡Mi niñaaaa!!! ¿Acaso en el hospital? Quizá hemos tenido un accidente, pero ¿como he llegado aquí?

La gente sigue caminando, es posible que esté en otro país, sin duda el ambiente es diferente a lo conocido y la gente actúa extraño para mi. Aunque entiendo que yo debo parecer extraña para ellos. ¿Por qué diablos estoy empapada?

Sigo caminando, casi arrastrándome, y pidiendo ayuda a todo el que pasa, muchos no me hacen caso, pasan a mi lado mirándome extrañados. Otros me sonríen, pero siguen su camino. Otros se paran, hablan conmigo. Unos más, otros menos, pero a ninguno le entiendo. Me doy cuenta que el sonido me llega amortiguado. Como si mis tímpanos estuvieran a tensión y no pudieran absorber los ruidos. La situación, en general, es desesperante. Me siento totalmente aislada.

De repente me sorprendo. Una persona viene decidida hacia mi. Me mira, me sonríe, su cara denota dulzura, cariño. Camina segura en mi dirección. Aguardo apoyada en la pared para no caer, temblando del frío y tremendamente asustada. Sigue doliéndome la cabeza. No comprendo como he llegado aquí, ni qué significa esta bata de hospital y el estar mojada pese a ser un día soleado.

Es una mujer, me habla con dulzura, rodea mi cuerpo con sus brazos y me anima a caminar a su lado. Le miro a los ojos, tremendamente agradecida, le sonrío. Me devuelve la sonrisa y caminamos. Por fin alguien me ayuda. Caminamos unos metros y por fin me hace girar para entrar en un lugar cerrado. En torno a una mesa una familia se dispone a comer. La comida está servida sobre la mesa. La mujer me ayuda a sentarme en una silla, pero alejada de la mesa.

*

Gracias – le digo de corazón.
*

Moi Si Ter – me responde.

Le sonrío. No la entiendo. No sé qué me quiere decir. De todas maneras se gira y marcha a sentarse junto con la familia y empiezan a comer.

Tengo hambre, me doy cuenta de que tengo hambre, no me había percatado de ello hasta que los he visto comer. Estoy sucia y mojada, descalza, tengo frío, no sé donde estoy, me cuesta moverme como querría, me duele la cabeza.

Empiezo a llorar desesperada. ¿Donde estoy? Se lo digo a ellos:

-¿ Donde estoy?!? Por favor...decidme algo...- lloro, me encorvo, me llevo las manos a la cara mientras lloro, cada vez más. Levanto de nuevo la mirada, empiezo a enfadarme por la situación - ¡¡¡quienes sois vosotros!!! ¿Qué hago aquí? ¡¡¡Tengo hambre!!! – me siento absurda, ridícula, no me entienden... me levanto de nuevo, no puedo quedarme ahí sentada, no sé qué está pasando, pero no me quedaré sentada esperando. La mujer se levanta y se acerca a mí, me abraza, me habla dulcemente en su lengua desconocida.

- ¿Donde estoy? Tengo hambre... – le digo. Pero ella no me entiende, me sonríe de nuevo y me ayuda a sentarme otra vez.

La familia sigue comiendo, me miran y hablan de mí. Sé que hablan de mí, pero no me dan de comer. ¿Por qué no me dan un poco de su comida? Veo que queda mucha comida en los platos. Les pido, pero no me escuchan, no me entienden. Gesticulo haciéndoles ver que me llevo alimento a la boca para que me traigan algo. Me miran, algunos sonríen, otros parecen no entenderme, nadie me trae nada.

Intento levantarme de nuevo, una vez, y otra vez, y otra. Cada vez que lo hago viene esa mujer y me ayuda a sentarme de nuevo. Me habla en su idioma extraño y yo sigo aquí con un hambre impresionante, el estómago completamente vacío, gruñe, se queja. Mis fuerzas, ya limitadas de por sí, bajan poco a poco. ¿Pero porque no me dan nada?

Agotada me recuesto en la silla, mi respiración se va calmando poco a poco. Cierro los párpados para intentar pensar en algo diferente a alimento. Me concentro.

Abro los ojos de nuevo. La mesa está vacía, todo recogido. Estoy en un sillón, más cómoda, seca y con ropa limpia. Me he quedado dormida. Mi hambre se convierte en un sentimiento atroz. Comería cualquier cosa. Hasta aquella comida asquerosa que hizo Juan el último día que decidió atreverse a cocinar. Siento que saliveo sólo de pensarlo.

- ¡¡Tengo hambre!! ¡¡Hola!! ¡¡Hola!!! Alguien por favor, ¡¡tengo hambre!!! – grito.

Tras un rato de suplicar por comida, viene la mujer que me ayudó a llegar hasta ahí con un plato. ¡Por fin! Me da de comer... Estoy tan hambrienta, tanto, que me cuesta masticarlo, intento tragarlo antes de tenerlo totalmente triturado, me atraganto, toso, lo echo en el plato. Pero sigo, no puedo parar. Creo que nunca había pasado tanta hambre, no se lo deseo a nadie. Sigo nerviosa, debo calmarme. Respiro profundamente y empiezo a comer con más calma, tranquilizándome.

De repente noto un movimiento en mi interior. Como si mis intestinos despertaran, parece ser que el alimento los ha puesto en guardia. Bueno, más que en guardia los ha activado enormemente, me vienen unas increíbles ganas de, para decirlo finamente, cubrir mis necesidades de eliminación. Pido ayuda, grito, no me responden. Aparto la comida e intento levantarme, lo hago. Camino despacio. Me acerco a la pared, pero es imposible. No sé donde voy, y creo que aunque lo supiera, no llegaría a tiempo. En efecto. No llego a tiempo. Mis bonitas y secas ropas ya no lo están.

Pido ayuda de nuevo. Nadie acude. Me giro y observo la comida. Mi hambre sigue siendo feroz, así que decido hacerle caso a mi estómago y darle algo con lo que entretenerse un rato.

Devoro la comida. Que situación tan incómoda, tan impersonal, tan denigrante. Comiendo llena de m**rda, con todas las letras. Comer algo, por bueno que esté, oliendo a otro algo, no se lo recomiendo a nadie. Menos mal que mi hambre, en este momento, no sabe de olores.

Acabo la comida y grito de nuevo. Pido ayuda, socorro, nadie me hace caso. Me levanto de nuevo. No soporto estar sucia, ¡¡¡soy una persona!!!

Camino junto a la pared. Pero estoy tan cansada. Una digestión como la que mi cuerpo necesita hacer, de ese calibre, debe necesitar un gran flujo de sangre, todo el que necesito para el sobreesfuerzo de caminar. No puedo hacer las dos cosas. Me dejo resbalar por la pared y me tumbo en el suelo.

Lloro. Lloro en silencio, a escondidas, acurrucada. Odiando a esta gente que no entiende lo que pasa por mi cabeza, pensando en mi niña, en mi marido, en mi trabajo, en mi hogar, pero sobretodo en ella. Lo siento, pero preferiría morir a vivir una vida de esta manera, como la estoy viviendo ahora mismo. Es sólo un pensamiento, no una intención. Tengo que salir de aquí para buscar a mi niña. Tengo que salir de aquí, tengo que...mis ojos se cierran y entro en un sueño molesto, pesado, tormentoso.


Despierto, estoy de nuevo en el sillón. Limpia, seca y cómoda. Delante de mí, sentada en otro sillón, la señora que me trajo la comida y me ayudó a llegar aquí.

- Me voy, lo siento, no puedo estar aquí – le digo mientras empiezo a levantarme.

Me contesta en su idioma muy calmada, me sonríe, me habla, pero no me detiene. Mis pasos son algo más ligeros. Aún apoyada en la pared voy caminando hacia la salida de la habitación. Veo luz al final del pasillo. Parece la salida a la calle. Camino, me acerco a esa luz y veo gente pasar. Sí, es la calle. Deambulo por ella, pidiendo ayuda, rogando, tropezando. Nadie me entiende, nadie me ayuda. De vez en cuando alguien me sujeta para evitar que me caiga, me sonríen, me ayudan a sentarme en un banco. ¡¡Pero no es eso lo que quiero!! ¡No quiero un banco en el que sentarme! Necesito a alguien que me comprenda. Me siento sola, totalmente sola. No sé donde estoy, y no se donde está mi familia. Todos los edificios son iguales. Ni tiendas, ni ayuntamientos, ni policía, ni siquiera el supuesto Hospital. Nada donde entrar y preguntar. Tras más de tres horas recorriendo la ciudad me doy cuenta de que he visto pasar los mismos edificios una y otra vez. Las caras de la gente empiezan a ser familiares. Tengo la sensación de que se han ido repitiendo una y otra vez, como si caminara en círculos. Como si hubiera pasado cien veces por la misma calle y ellos también. Miro a mi alrededor y todo es siempre igual. Rendida, me siento en el suelo y lloro de nuevo, de desesperación, de incredulidad. Me siento inútil. Me siento vacía. Me siento sola.

Abro los ojos. Estoy sentada en un sillón, con ropas limpias y secas. Estoy cómoda. Miro la estancia y estoy en el mismo piso de antes, otra vez. Veo pasar ante mi a la mujer que me ayuda. Me sonríe.

Dios mío. Nunca saldré de aquí.

NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!!!!

Abro los ojos en un sobresalto. Empapada en sudor. Es de noche, estoy tumbada. Una lámpara en el techo. ¡¡Mi lámpara!! ¡¡Mi techo!! Me giro a un lado, ¡¡mi niña!! Al otro mi marido, roncando. No me importa, no me molesta. ¡¡¡Mi niña!!!! Me acerco al moisés. Respira, duerme tranquila. La cojo, la abrazo. Me tumbo en la cama con ella a mi lado, gime. Le ofrezco el pecho y mama de él, siento su calor en mi pecho. La huelo. ¿Porque huelen tan bien los bebés? Cariño, como te he echado de menos. Sé que ha sido un sueño terrible, pero aún estando contigo, estaba sin ti.

Gracias Ivette. Ayer te pedí que me enseñaras el mundo a través de tus ojos y de tu mente.

Gracias por enseñármelo. Ahora te entiendo, ahora sé porqué lloras, porqué sufres y porqué me necesitas.

Te quiero Ivette. Nunca te dejaré sola.

Nunca.



Conclusión: Después de nueve meses de embarazo, de estar acurrucadita y calentita. De oír la voz de mamá, a veces la de papá. De estar en movimiento, calmándose. Después de todo ello llega un día en que toda esta paz cambia. Atraviesa el canal del parto y llega a un nuevo mundo. Fría, mojada, dolorida. Un mundo con una luz insoportable a la que debe ir acostumbrándose. Sin capacidad para desplazarse, sin entender nada de lo que le rodea, pues todo es nuevo. Caras desconocidas, olores extraños. Algunas caras se van repitiendo con el paso de los días. Utilizan la única forma de comunicarse que conocen, que es quejarse, llorar, porque es el instinto y porque no saben hacerlo de otra manera.

Tiene que ser muy duro nacer, pero más duro debe ser que en los días después pidan ayuda, pidan alimento y pidan cariño y que no siempre se conceda.

Quiéreles siempre y no l@s dejes sol@s nunca. Nunca.

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